viernes, 5 de septiembre de 2008

La reciprocidad constituyente

La relación entre el pensamiento y sus objetos ha sido arduamente tratada a lo largo de la historia, y en consecuencia, ha sido tal relación, determinante con respecto a la forma que tenemos de comprender las cosas. ¿En qué sentido ha sido determinante? En el sentido de que ante tal o cual objeto de pensamiento real-izado, tal o cual manera de conocerlo se instituirá para estudiarlo. Pues, por ejemplo la filosofía, en tanto acción de pensamiento más acabada, más representante de la naturaleza misma del pensar, tiene una relación reciproca intrínseca con el objeto que concibe, que real-iza, para llevarse a cabo a sí misma. Ahora bien, todos los objetos del pensamiento son construcciones conceptuales que poseen un fin específico: concebir. Lo primero que se me viene a la mente es preguntarme por el porqué de esto. ¿Por qué concebir? Esta pregunta nos lleva a tener que plantearnos que si hay una razón por la cual concebir, sensato sería saber cuál sería ésta. Y si es posible saber cuál sería ésta, la pregunta subsiguiente sería, en qué, o en dónde, está ésta razón que nos permitiría explicar el porqué del fin del pensamiento.
Para comenzar a responder estos interrogantes partiremos de la consideración de la palabra “concebir”. Es una acción, y si es una acción, es la acción que realiza un sujeto. Por lo tanto, podemos apostar a que esto a lo que nos referimos como fin del pensamiento, es un acto de concebir realizado por un sujeto. Así que, la pregunta por el en qué o el en dónde que nos planteamos más arriba, ya tiene una prematura respuesta: en el sujeto se da el porqué del acto de concebir. Qué es el sujeto y en dónde dentro del sujeto se da el acto de concebir son temas que deberán ser tratados a su debido tiempo. Sin embargo, aún no hemos aclarado estrictamente el porqué del acto de concebir, cuál es su razón de ser. Volvamos, entonces, al sujeto que descubrimos como el ámbito en el cuál se da el acto de concebir. ¿Porqué un sujeto tendría que concebir, es decir, realizar el acto de concebir? A primera vista, las respuestas pueden parecer insuficientes, confusas, e innumerables. Pero tenemos que tomar un camino para poder aclarar lo que nos hemos propuesto aunque todavía no sepamos qué es precisamente.

Habíamos dicho que el sujeto realiza el acto de concebir. ¿Qué alcance de significado tiene este sujeto, es aplicable, por ejemplo, a una persona; o a otra cosa?
Supongamos que este sujeto existe, es decir, que es, que es una entidad efectiva. También supongamos que tiene razón, o sea, que es un sujeto pensante, un ente pensante. Por último, ya que es un sujeto, concordemos en que es individual. Hemos, de esta manera, construido nuestro objeto de análisis: un ente individual pensante. Así podemos pensar que actúa nuestro pensamiento a la hora de concebir. ¿Pero porqué construimos este objeto? Lo construimos porque queremos responder una pregunta que nos hemos formulado. Y si queremos, significa que deseamos, y si deseamos significa que necesitamos satisfacer ese deseo. Y si necesitamos satisfacer ese deseo, significa que ya no es un deseo asilado, esto es, un anhelo, que puede no ser satisfecho por voluntad quedando recluido en la subjetividad, sino que es una necesidad, que estrictamente también puede no ser satisfecha por voluntad, pero en ese caso ya no sería una auténtica necesidad, porque una necesidad debe ser satisfecha para que se justifique su existencia, y para que se pueda seguir sintiendo otras necesidades, ya que de lo contrario, aquél sujeto que es (ente) individual y pensante caería en la única acción que puede concebir, pero que no puede hacer jamás: la inacción absoluta. Entonces, hemos construido nuestro objeto de estudio por necesidad, esto es, sentimos una necesidad (responder una pregunta que surgió en nuestro pensamiento), y la posibilidad de satisfacerla ya estaba en la misma necesidad por definición. ¿Cómo pudimos satisfacerla entonces? Real-izando un objeto de pensamiento, o sea, construyendo, concibiendo, un objeto pasible de satisfacer nuestra necesidad, ya que si hubiésemos construido otro objeto, puede que no hayamos podido responder, es decir, satisfacer, la necesidad que sentimos.
Bien, ya sabemos el porqué del acto de concebir. Con lo dicho, podemos decir que el objeto del acto de concebir está en estrecha relación con los intereses del individuo que lo real-iza, y a su vez, el individuo mismo está inmerso en el conjunto de intereses que la sociedad como un todo individual posee. ¿Pero qué es este interés? No es otra cosa que una necesidad. Cada conjunto o cúmulo de seres humanos posee un interés que (si bien cada sujeto individual tiene los suyos) se manifiesta como una necesidad. Y las necesidades dependen de su objeto para ser tales. Una necesidad que no puede ser satisfecha no es una necesidad, es un enigma de conocimiento en tanto objeto que debe ser real-izado. Es decir que, la satisfacción de una necesidad está en relación con el individuo que la concibe y con el algo que la satisface, a esto le llamo reciprocidad, y esa reciprocidad es el constituyente fundamental del acto de ser. Ahora bien, ese algo que satisface a la necesidad es un objeto concebido, es decir: es un producto del pensamiento constituido en objeto, un producto del acto de concebir. Pero, ¿existe? Preguntar por el hecho de existir, es en sí mismo, otro objeto del pensamiento. Y aquí se ve ilustrado qué se quiere con esta pregunta y su ulterior respuesta. Esta pregunta es una acción realizada en el pensamiento y articulada por el lenguaje, pero más allá de eso, es una necesidad. ¿De qué? De concebir la existencia. ¿Para qué? Para satisfacer la necesidad de asumirnos como tales, es decir como algo existente; y sobre la confirmación de nuestra existencia, suponer que los objetos del pensamiento existen objetivamente, fuera de éste.
Aquí podemos ya empezar a vislumbrar la relación de reciprocidad constituyente. ¿Existe una existencia ontológicamente trascendente al pensamiento? ¿Hay algo fuera del ente individual pensante? Antes mencionamos a la necesidad y al hecho de sentirla; y al parecer, del hecho de sentirla se hace posible satisfacerla. ¿Se podría satisfacer una necesidad si no se la “siente”? ¿Qué significa entonces sentirla? Sentirla es, de alguna manera, concebirla. El ente individual pensante si no es “conciente” de que siente necesidades nunca podrá satisfacerlas, caería de esa forma, también en la inacción absoluta. Pero si el sentir es concebir, estamos ante un problema fenomenológico, en donde la necesidad depende de ser sentida para poder ser satisfecha, y depende de ser sentida por el ente individual pensante que real-iza aquel objeto pasible de satisfacer la necesidad.

Pisemos un suelo. Sentir es percibir. Y si estamos diciendo que la necesidad del EIP depende de ser sentida para ser satisfecha, ¿en qué medida sentirla o no sentirla afecta a su existencia? ¿Si ser es ser percibido, cómo es posible que todas las cosas existan como fenómenos?
Ante estas dudas, ante estas nuevas necesidades que concebimos, solo queda, otra vez, construir el objeto que ha de ser pasible de satisfacerlas.
Empecemos por considerar que ser un ente fenoménico expresa una relación ontológica que define la manera en que las entidades son y porqué al ser existen. Ahora bien, el hecho de existir no conlleva la existencia efectiva, positiva, “real”; porque al afirmar que las entidades para el EIP son fenómenos, nos lleva a concluir que los entes existen en tanto son percibidos solo como productos del acto de concebir, esto es; las entidades son porque son concebidas como entes pasibles de ser percibidos, de lo contrario no se podría siquiera pensarlas; y solo de esa menara existen efectivamente. Con lo cuál, el EIP para concebir debe percibir y para percibir debe concebir.
Pero tratemos de ser más profundos, para ver cuánto de profundidad tiene esta fosa, o hasta dónde podemos penetrar. ¿Existe el EIP? ¿Y si existe, qué es lo que hace que exista? Podría pasar lo mismo que pasaba con la necesidad: del hecho de sentir el EIP su existencia, puede depender que exista efectivamente. ¿Es cierto esto? Ser es una acción, percibir es otra acción, y todas las acciones son de un algo o en relación a algo. Ser-percibido, entonces, compromete dos partes que indefectiblemente constituyen una relación, las dos partes son dos cosas que actuando son lo que son involucradas juntas en el acto de ser, y solo de esta manera conforman la existencia, debido a que ambas por separado no existirían ya que no actuarían para poder ser. Es decir, actuarían en relación a nada, serían pura inacción. Algo que es, existe siempre y cuando pueda ser en tanto percibido, siempre y cuando pueda actuar para poder participar del acto de ser, y así existir, pero para ser percibido debe ser concebido como ente pasible de ser percibido. Entonces hay una condición de posibilidad que está implícita en esta relación que es el acto de ser. ¿De qué o quién depende lo que se percibe, y de qué o quién depende lo que es caracterizado como fenoménico, como percibido? Veo que la relación esta presente cada vez que intento distinguir las partes componentes, y si estas partes componentes son el pensamiento y sus posibles objetos, o el EIP y los productos de su acto de concebir, vale preguntar: ¿cuál de estos dos componentes es el que ejerce influencia en el otro en el caso que la ejerciera? ¿Acaso los objetos son los que determinan al EIP a participar del acto de ser y así poder existir? ¿Acaso la existencia antológicamente trascendente determina al EIP a concebir los objetos como entes pasibles de ser percibidos?
Verdaderamente no sé en este momento cuál de las dos partes del acto de ser es la que tiene el papel preponderante, tampoco sé si es posible saberlo. Así que haré un intento de explicación; siento una necesidad y debo satisfacerla, y una vez más, construiré mi objeto pasible, en lo posible, de satisfacer mi necesidad.

Para finalizar esta primera sección, propongo que partamos, al menos por el momento, de lo que ha considerado cierto la tradición del pensamiento filosófico hasta el presente; supongamos que el EIP, extendido a un sujeto humano, es el único ente del universo que tiene la capacidad de concebir lo que lo rodea, de modificarlo y de real-izarlo. Tomemos a lo que lo rodea como el conjunto indeterminado e infinito de entidades que afecta su percepción de una o de otra forma. Con un ente que al concebirse a sí mismo como un producto de su acto de concebir capaz de concebir multifacéticamente todo las entidades posibles que lo afectan, todo lo que es, existe de una u otra forma, por ser el producto del acto de concebir, tomado en sentido universal y cuyo sujeto de aplicación sería tanto la raza humana como un ser humano cualquiera. Ser el producto del acto de concebir, entonces, conlleva necesariamente la existencia, y la existencia conlleva necesariamente el acto de ser; por consiguiente, los entes tomados como fenómenos son objetos que existen porque actúan en la medida que son percibidos. Con lo cuál, el EIP percibe para concebir algo diferente de sí mismo y de esa forma asumirse como existente y solo así asumir lo que lo rodea en tanto objeto trascendente a su existencia, pero cuya existencia solo es posible como participante del acto de ser, es decir, como participante de la relación que implica actuar. ¿Pero los objetos actúan para que el EIP se asuma como existente? Actúen o no, están presupuestos por el EIP como entes pasibles de ser percibidos, y de ahí se infiere la relación constituyente que lo hace asumirse como efectivamente existente. El EIP actúa, es decir, participa de la reciprocidad ontológica, concibiendo. Y al concebir entidades diferentes de sí mismo, se auto-aliena ontológicamente respecto del producto de su acto de concebir, porque ya no se reconoce como el “artífice” de su acción de concebir, perdiéndose en la características que concibió para asumirse existente y asumir lo que lo rodea. Debido a estas razones, se puede afirmar que el ser como entidad abarcadora de individualidades pensantes y no pensantes, solo tiene razón de ser en virtud de su sumisión en el EIP, ya que, no es el sujeto quién se objetiva en el ser universal, sino que es el mismo sujeto quién concibe tanto al ser total como al ser particular que lo
incluye. Dicho de otro modo, el EIP existe en el acto de concebir, con lo cual se torna omnisciente con respecto a lo que real-iza como realidad, de manera que juega, o cree jugar, todos los roles del acto de ser.

lunes, 1 de septiembre de 2008

No es el mismo (Miguel Hernández)

El mundo es como aparece
ante mis cinco sentidos,
y ante los tuyos que son
las orillas de los míos.
El mundo de los demás,
no es el nuestro: no es el mismo.
Lecho del agua que soy,
tú, los dos, somos el río
donde cuando más profundo
se ve más despacio y límpido.
Imágenes de la vida:
a la vez las recibimos,
nos reciben entregadas
más unidamente a un ritmo.
Pero las cosas se forman
con nuestros propios delirios.
El aire tiene el tamaño
del corazón que respiro
y el sol es como la luz
con el que yo le desafío.
Ciegos para los demás
oscuros siempre remisos,
miramos siempre hacia adentro,
vemos desde lo más íntimo.
Trabajo y amor me cuesta
Conmigo así, ver contigo:
aparecer, como el agua
con la arena, siempre unidos.
Nadie me verá del todo
ni es nadie como lo miro.
Somos algo más que vemos,
algo menos que inquirimos.
Algún suceso de todos
pasa desapercibido.
Nadie nos ha visto. A nadie
ciegos de ver, hemos visto.



En "Otros poemas (1938-1940)"
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Quisiera volver a poner aquí 4 o 5 líneas que son de lo más perfecto que he visto escribir, que he leído:

"Pero las cosas se forman
con nuestros propios delirios.
El aire tiene el tamaño
del corazón que respiro
y el sol es como la luz
con el que yo le desafío."

Saludos, espero a quien lo lea que se tome el trabajo de sopesar este poema. Guarden como yo estoy haciendo un verso o dos, hacen bien.

Contribuyo como puedo al blog, espero que disfruten. Este momento me tiene a los poemazos limpios, la prosa no se puede ver conmigo. Ya llegará el tiempo, esperénme.

P. D. : Todos porque Mati antes de fin de año suba algo al blog!

sábado, 30 de agosto de 2008

A Seba. Sobre ser un jinete.

Las horas galopan montadas en el lomo de las agujas,
el hombre detrás
tratando de detenerlas.

No es ligeresa lo que lo caracteriza.
Se le exigue algo, ¿Pero qué?
Lo apura algo, ¿Pero qué?
Las desiciones
son siempre prematuras.

La locura, la conciencia
retornan de la basura.
El hombre quiere tenerlas.

Tal vez hay que dejar de ser jinetes
¿Águila quiza sería mejor?
Flotar sobre el abimo y ser ligeros.
Pero para eso,
Primero hay que afirmar al abismo
Primero hay que afirmar al águila.

Quiero dejar de sobrar,
quiero dejar de faltar.
Las dos juntas no.

Palabras mudas no tienen razón de ser.
El ser no tiene razón de palabras.

¿Hacia dónde galopa el hombre?
¿Hacía el abismo? ¿Hacía las locuras?
¿Hacía la conciencia? ¿Hacía las alturas?

No,
hacía tus palabras.

martes, 26 de agosto de 2008

Jinetes (Julio 2003)

Las horas galopan montadas en el lomo de las agujas,
el hombre detrás
tratando de detenerlas.

El hombre galopa
montado en el lomo de la locura,
la conciencia y el miedo detrás
deteniéndolo.

El hombre quiere tener
la locura, la conciencia
lo hecha a la basura.

El hombre quiere tenerlo todo,
el miedo siempre le quita algo.
Siempre algo le falta
siempre algo le sobra.

No sé qué es lo que le falta,
no sé lo que le sobra
si algo o alguien.

¿Hacia dónde galopa el hombre?

Qué lo necesitaba?

Qué le sobraba?

domingo, 17 de agosto de 2008

La canción del baile.

Así hablo Zaratustra, Nietzsche.
La canción del baile.

Un atardecer caminaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y estando buscando una fuente he aquí que llegó a un verde prado a quien árboles y malezas silenciosamente rodeaban: en él bailaban, unas con otras, unas muchachas. Tan pronto como las muchachas reconocieron a Zaratustra dejaron de bailar; mas Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras:

«¡No dejéis de bailar, encantadoras muchachas! No ha llegado a vosotras, con mirada malvada, ningún aguafiestas, ningún enemigo de muchachas.

Abogado de Dios soy yo ante el diablo: mas éste es el espíritu de la pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchacha de hermosos tobillos?

Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.

Y asimismo encontrará ciertamente al pequeño dios que más querido les es a las muchachas: junto al pozo está tendido, quieto, con los ojos cerrados.

¡En verdad, se me quedó dormido en pleno día, el haragán! ¿Es que acaso corrió demasiado tras las mariposas?

¡No os enfadéis conmigo, bellas bailarinas, si castigo un poco al pequeño dios! Gritará ciertamente y llorará, - ¡mas a risa mueve él incluso cuando llora!

Y con lágrimas en los ojos debe pediros un baile; y yo mismo quiero cantar una canción para su baile:

Una canci6n de baile y de mofa contra el espíritu de la pesadez, mi supremo y más poderoso diablo, del que ellos dicen que es �el señor del mundo�».

Y ésta es la canción que Zaratustra cantó mientras Cupido y las muchachas bailaban juntos:

En tus ojos he mirado hace poco, ¡oh vida! Y en lo insondable me pareció hundirme.

Pero tú me sacaste fuera con un anzuelo de oro; burlonamente te reíste cuando te llamé insondable.

«Ese es el lenguaje de todos los peces, dijiste; lo que ellos no pueden sondar, es insondable.

Pero yo soy tan sólo mudable, y salvaje, y una mujer en todo, y no virtuosa:

Aunque para vosotros los hombres me llame �la profunda�, o �la fiel�, �la eterna�, �la llena de misterio�.

Vosotros los hombres, sin embargo, me otorgáis siempre como regalo vuestras propias virtudes � ¡ay, vosotros virtuosos!»

Así reía la increíble; mas yo nunca la creo, ni a ella ni a su risa, cuando había mal de sí misma.

Y cuando hablé a solas con mi sabiduría salvaje, me dijo encolerizada: «Tú quieres, tú deseas, tú amas, ¡sólo por eso alabas tú la vida!»

A punto estuve de contestarle mal y de decirle la verdad a la encolerizada; y no se puede contestar peor que «diciendo la verdad» a nuestra propia sabiduría.

Así están, en efecto, las cosas entre nosotros tres. A fondo yo no amo más que a la vida � ¡y, en verdad, sobre todo cuando la odio!

Y el que yo sea bueno con la sabiduría, y a menudo demasiado bueno: ¡esto se debe a que ella me recuerda totalmente a la vida!

Tiene los ojos de ella, su risa, e incluso su áurea caña de pescar: ¿qué puedo yo hacer si las dos se asemejan tanto?

Y una vez, cuando la vida me preguntó: ¿Quién es, pues, ésa, la sabiduría? � yo me apresuré a responder: « ¡Ah sí!, ¡la sabiduría!

Tenemos sed de ella y no nos saciamos, la miramos a través de velos, la intentamos apresar con redes.

¿Es hermosa? ¡Qué se yo! Pero hasta las carpas más viejas continúan picando en su cebo.

Mudable y terca es; a menudo la he visto morderse los labios y peinarse a contrapelo.

Acaso es malvada y falsa, y una mujer en todo; pero cabalmente cuando habla mal de sí es cuando más seduce».

Cuando dije esto a la vida ella rió malignamente y cerró los ojos. «¿De quién estás hablando?, dijo; ¿sin duda de mí?

Y aunque tuvieras razón � ¡decirme eso así a la cara! Pero ahora habla también de tu sabiduría».

¡Ay, y entonces volviste a abrir tus ojos, oh vida amada! Y en lo insondable me pareció hundirme allí de nuevo. �

Así cantó Zaratustra. Mas cuando el baile acabó y las muchachas se hubieron ido de allí sintióse triste.

«El sol hace ya mucho que se puso, dijo por fin; el prado está húmedo, de los bosques llega frío.

Algo desconocido está a mi alrededor y mira pensativo. ¡Cómo! ¿Tú vives todavía, Zaratustra?

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué? ¿Hacia dónde? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿No es tontería vivir todavia? �

Ay, amigos míos, la tarde es quien así pregunta desde mí. ¡Perdonadme mi tristeza! El atardecer ha llegado: ¡perdonadme que el atardecer haya llegado!»

Así habló Zaratustra.

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Estoy seguro que ésto les va a encantar muchachos. Sigo con mi intento de revivir el blog, acá les dejo un potente electroshock: "La canción del baile". Saludos.

P.D: Únicamente me gustaría resaltar esta parte:

Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses.

viernes, 8 de agosto de 2008

Una tregua

Quizás allí sea el lugar
Sobre los montes, bajo las nubes.
Buscando luego de empezar a buscar,
Encuentro letras diferentes.

Allí donde estará la ausencia
Sobre los montes, bajo las nubes
Mis mares serán como ríos
Podré sufrir en paz mis alegrías.

Y sólo estaré, abrumado con tanto nadie
Sobre los montes, bajo las nubes.
Allí, donde estará la ausencia,
Cantaré y seremos la música sola.

Esto que escribo, estoy que cambia
Sobre los montes, bajo las nubes
Es así porque yo mismo cambio,
Porque soy como algo más en el viento.

El Fin (resonacias con "Martín y Alicia" abstenerse)

Rompió todas las cartas y se echó a andar por el puente, que es uno más de entre todos esos puentes que cruzan el río tan nombrado en la ciudad ésa tan renombrada y recomendada y visitada por turistas con cámaras fotográficas incansables. No estaba allí, no realmente, pero de alguna manera estaba más allí que donde en verdad estaba.

¿Porqué? No es muy relevante: él necesitaba alejarse, no estar donde y cuando estaba en ese momento, romper ésas cartas era muy doloroso. Por lo tanto forzó su mente y creó esa ciudad, se rodeó de ella, empapeló la realidad con otro lugar más estúpidamente literario. Tal vez la única razón de ese escenario imaginario era que él necesitaba contarse algo así como un cuento de lo que le estaba pasando, para lograr lo que la cotidianeidad no puede, es decir, ser sublime, omitir lo contingente, lo anecdótico del recordar hasta en cuántos pedazos rompería las hojas y de qué manera caerían a ese río sucio que era muy ancho para cruzarlo en puente, por lo que la naturaleza lo había dotado con la capacidad de ser tan bajo que era posible, a veces, atravesarlo a pie, caminando por sobre los sedimentos que todo un subcontinente junto despachaba allí. Ese río híbrido, aburrido de que lo comparen con el café con leche, ya que ni él mismo se le ocurriría beberse, no era equiparable al río cruzando la literaria ciudad, ese capricho de los poetas que, intentando ser geógrafos, la describen y la describen y la desnudan de realidad para dejarla bella, bohemia, europea, cosmética-cosmopolita, perfumada de frivolidad, tan musa de mimosos, hastiada de elogios absolutamente vanos, pero ciertos. Nunca había estado allí, pero estaba en la ciudad que el momento necesitaba.

Se acercó a la baranda de lo que fuera sobre lo que estaba parado. Con cara de nene que se pone serio para parecer más grande, rompió ceremoniosamente los sobres, con la astucia suficiente como para lograr que las cartas fueran cayendo desde dentro de los pedazos de sobre, dejando ver la letra que le gustaba, que conocía y reconocería aún hoy, luego de tanto tiempo. Era, para ser sinceros, una última hojeada a esas cartas antes de que el río europeo o sudamericano se las llevara hasta las redes de contención de basura flotantes anti-contaminación.
Imaginó la tentación -se tentó- de ir a rescatarlas, de buscarlas revolviendo entre la mugre del río. Quiso ir hasta las redes al punto de que casi sintió la voz de esos oficiales de prefectura que hablaban una lengua que apenas mascullaba, pidiéndole explicaciones que no podría responder ni aunque fueran enunciadas en su propio idioma. Volviendo a sí mismo, apresuró la destrucción hizo trozos más pequeños para no poder leer ninguna frase ni palabra.

Pensó una cosa curiosa: no recordaba quién era ella, no la recordaba, pero sabía dónde debía buscar para recordarla. Pero no quería más tormentas, no más eso que fue y que no es ahora. Sintió asco en la boca y una molestia en el estómago; el sol bajaba y todo lo que daba de luz era belleza incontestable. El vértigo se le amontonó unos segundos, no quiso hacer el ridículo cayéndose. Arrojó el último pedazo y se dio vuelta para echarse a andar por el puente, o por la costanera. En verdad, eso no era relevante, porque fuera la ciudad que fuere, había logrado la separación, ya no habría treguas ni licencias. Se había ido para quedarse, para explorar el vacío.

El sol seguía bajando imperceptible y constantemente; la tinta, al contacto con los carburantes que contaminan el río, se disolvió en poco tiempo. Saliendo del puente, decidió averiguar en qué ciudad estaba. No se sorprendió.